El Hechizo

       

   Con uñas y dientes arrancó la envoltura y lo sacó de la caja; por fin tenía entre sus manos el regalo tan esperado. Su corazón brincó de alegría. La forma estilizada y esbelta, el color, peso y textura, pero sobre todo, la marca a la que pertenecía, eran lo mejor de lo mejor. Cuando lo encendió, imágenes coloridas iluminaron la pantalla abriéndole los ojos y la boca, al ritmo de su curiosidad, y del dedo índice deslizándose por el cristal de tan prodigiosa ventana.

   Los momentos que dedicó a conocer el contenido, detrás del ícono que daba entrada a cada aplicación, pasaron volando. Fueron largos tramos de vida en los que su cuerpo permaneció tenso, inmóvil, lejano, encerrado, suspendido con ojos y manos del bello aparatito.

   Algo muy parecido a la magia sucedía cuando estaba con su nuevo juguete; las ganas de escuchar una canción, perderse en algún videojuego, encontrarse con sus compañeros en las redes sociales, ubicar la pizzería más cercana o incluso, asomarse a ver lo que no debía; todos y cada uno de sus deseos, encontraban la oportunidad inmediata de satisfacerse de alguna forma, al frotar el cristal de la pantalla. Leo nunca había tenido en sus manos algo tan parecido a la lámpara de Aladino. El genio que cumplía al instante sus deseos –no sólo tres, sino muchos más- es el nuevo engendro que ha creado la humanidad: una astuta combinación de tecnología poderosa, cultura del espectáculo y engañosa mercadotecnia sin escrúpulos, que estaba trastocando su vida como nunca lo hubieran imaginado ni él, ni los Reyes que se lo regalaron.

   Con el paso de los días, la relación con su Smartphone fue estrechándose más y más. Su nuevo apéndice lo atrapaba con toda la gama de pasiones que podían brotar de sus entrañas. A veces lo asustaba con imágenes horrendas, otras, lo conmovía con tiernos personajes, incluso llegó a excitarlo hasta el punto del éxtasis. Su celular se convirtió en el cordón umbilical que lo mantenía conectado todo el tiempo con sus amigos, en el elixir que calmaba su ansiedad por las noches, el refugio al que podía acudir cuando la vida lo agobiaba o el compañero de juegos que lo rescataba de la soledad y el aburrimiento. Era tanta su cercanía que llegó a causar celos entre algunos miembros de la familia que extrañaban sus ingeniosos comentarios mientras comían, o los gritos que alegraban la casa cuando jugaba en el jardín, con su perrito peludo. Éste, por cierto, también lo extrañaba. Ahora pasaba las tardes aburrido, echado en la cocina, moviendo la colita cuando lo veía pasar, sin siquiera voltear a verlo. Tampoco parecía escuchar sus tristes gemidos.

   Toda la vida de Leo empezó a tener sentido a partir de lo que veía en su celular. Su mente se ajustó al tamaño de la pantalla y de los contenidos que fluían por las redes sociales, de las que se hizo ferviente usuario. Vivía para ellas y comprendía la realidad desde la perspectiva que ellas le proponían. Curiosamente, también comenzó a engordar y a mostrarse impaciente cuando no se le daba de inmediato lo que pedía.

   Si el teléfono inteligente tuviera algo de consideración por Leo, lo alertaría de su ensimismamiento y sedentarismo tan acentuados, sugiriéndole alejarse de él por algunas horas, para dedicar su vida también a los demás miembros de la familia, a cumplir con las tareas escolares, jugar con Duque en el jardín y dormir tranquilo por las noches, pero no, este cruel compañero le seguirá exigiendo una total sumisión, porque es lo que le ordena su naturaleza esencial, para eso fue hecho, y sólo tiene Inteligencia Artificial.

   Quienes sí tuvieron consideración por Leo y la inteligencia natural suficiente como para darse cuenta de lo que estaba pasando fueron sus abuelos. ¿Qué pasa con Leo? Ya no platica, no sale de su cuarto. ¿Por qué tarda tanto en el baño? ¿Para qué los audífonos? Parece un zombi caminando tan despacio, sin fijarse a dónde va, oyendo sin escuchar, viendo sin mirar, estando sin estar aquí, con nosotros. El enojo y la tristeza que sentían al ver a su nieto embobado eran una extensión del malestar que les causaba el distanciamiento cada vez mayor de sus propios hijos.

   Se habían acostumbrado a los comentarios burlones de quienes se sentían orgullosos, deslizándose sobre la cresta de la ola de las nuevas tecnologías. Sus peticiones de no usar el celular a la hora de la comida familiar fueron descaradamente ignoradas. Eran vistas como un signo de chochez; ellos no habían querido modernizarse, vivían en el siglo pasado y se estaban perdiendo, por puro gusto de cuidar las tradiciones o por miedo a lo nuevo, de estos privilegios modernos.

   Los abuelos se sentían confundidos e inseguros con respecto a qué sería lo mejor, pero comprendieron que Leo simplemente repetía lo que veía a su alrededor. ¿Serán ellos la última generación que necesite el contacto estrecho, cara a cara, de cuerpo presente con los demás? ¿Serán los últimos bichos raros que prefieran tocar la piel del ser amado mientras lo miran a los ojos? Los últimos trasnochados que prefieran salir de casa para reunirse en un jardín, oler las flores y tocar los troncos de los árboles bajo su fresca sombra, admirar la fila ordenada de las tenaces hormiguitas, colaborando en perfecta armonía con otras especies. ¿Será un error no entregarse en cuerpo y alma a la realidad virtual, que expande la imaginación hasta el grado delirante, de no necesitar mucho más que nuestro dedo índice y nuestros pulgares, para vivir intensamente las pasiones que darán sentido a nuestra vida?

   Hay mucho qué platicar en la familia de Leo. Sería bueno escuchar las voces de todos para pensar en los cambios que se requieren. Esto no puede seguir así, no está bien. Seguramente mejorará la situación, cuando, entre todos encuentren la forma de armonizar su inteligencia natural con la inteligencia artificial de sus máquinas. ¿Se darán la oportunidad de conversar?

Camilo Sabag

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